Es la primera vez que me atrevo a escribir o más bien contar (no soy escritora) una experiencia personal, pero lo vivido aquella tarde me dejó con el corazón acelerado y con una reflexión que todavía me ronda: la humanidad de los seres humanos. Suena redundante, lo sé, pero quiero resaltar la parte emocional, esa que a veces olvidamos en medio de tanta tecnología.
Un domingo cualquiera, a las 16h46 para ser precisa, regresaba manejando a casa con el celular en el porta celular, costumbre la mía desde que mi hija vive en el extranjero. No importa que hayan pasado años, sigo con esa práctica, siempre pendiente de cualquier mensaje suyo. Esa vez agradecí tenerlo a la mano, o a la vista, ante una alerta del banco notificando un consumo con mi tarjeta de crédito, segundos después otro y en enseguida, un tercero. Tres consumos en menos de 30 segundos. Apenas logré estacionar con el corazón en la garganta, le escribí a mi hija —sin recordar la diferencia horaria—. Por fortuna me respondió rápido, no estaba usando la tarjeta. Yo lo sabía porque esa tarjeta es solo para emergencias, pero necesitaba escuchar su confirmación, como si aún me resistiera a aceptar que me estaban robando.
Bloqueé la tarjeta desde la aplicación del banco, pero en vez de sentir alivio, me invadió la desconfianza. No recibí confirmación alguna del bloqueo solo apareció un mensaje que decía: “Ha solicitado una nueva tarjeta, le llegará en 10 días”. ¿Nueva tarjeta? Yo no quería una nueva tarjeta. Yo quería un bloqueo inmediato, una cancelación definitiva.
Llamé entonces a mi gran amiga, funcionaria del banco. Le conté atropelladamente lo que pasaba, interrumpiéndola incluso mientras intentaba contarme que estaba rodando por las rutas de Manabí. Solo necesitaba que me dijera si lo que había hecho era suficiente. Me aseguró que sí, aunque me recomendó que llamara también a la banca virtual, “para mi tranquilidad”. Y ahí comprendí algo: antes llamábamos a personas, ahora llamamos a la virtualidad, sueña extraño.
Colgué rápido y marqué a la banca virtual. Una voz metálica empezó a darme opciones interminables: “Presioné 1 para…, 2 para…, 3 para…” y así hasta el 7. Ninguna respondía a mi urgencia, marqué el 8 para volver al inicio. Nada. Lo único que quería era escuchar a un ser humano, después de varios intentos la maravillosa opción “0” me dirigió a un asesor. Y entonces, por fin, escuché una voz real, humana.
Le expliqué lo sucedido, me confirmó que la tarjeta estaba bloqueada, que solo se habían realizado los tres consumos que ya conocía y que el caso entraría en auditoría. Sentí, por primera vez en toda esa odisea, que podía respirar.
Al final, el monto no fue tan grande, aunque pudo haber sido peor. Lo importante fue la lección. En esta vida moderna confiamos ciegamente en las máquinas, en la virtualidad, en las aplicaciones que nos facilitan todo o casi todo. Yo misma soy de las que paga sin dudar por internet: entradas al cine, pedidos de comida, transporte, peajes, medicinas, películas y un sinfín de cosas más. Lanzo al universo digital mis datos, números de tarjeta, dígitos de seguridad, número de teléfono y dirección con total confianza.
Pero cuando llega el susto, cuando de verdad tiembla la seguridad, no hay aplicación, correo automático, voz robótica que dé calma, más allá de los sistemas automatizados, la voz humana, la voz amable de la señorita de servicio al cliente, tiene el poder de reconectar con lo esencial, la empatía.